“Por supuesto que no era un caso grave, pero es que este hombre es un feo de antología”, pensó el médico.
Se meció los cabellos en forma intencionalmente histriónica, quería adelantarle la noticia. “Si quieres esperar en el consultorio, Ventura”.
El paciente salió y lo dejo en la sala de pruebasque usaba con sus pacientes o con los de otros otorrinos que no podían pagar la cabina y el equipo de diagnostico. El tiempo de espera y el sonido regular y punzante de la impresora de matriz de puntos que imprimía una gráfica con los resultados lo puso a reflexionar. (...)
No tardó en determinar que era de los que pensaba que un juicio de valor estético hacía otro hombre era un desperdicio de tiempo si no se era homosexual y como estaba seguro de no serlo, era necesariamente una necedad que alguna mujer quisiera hacerle conversación sobre lo bien que se veía algún actor o cantante. Pese a esto, en un acto de “cortesía profesional”, decidió confirmar su diagnóstico con la esperanza de poder ahorrarle al paciente una calamidad más; los anteojos de fondo de botella, la calvicie que se asomaba más por efecto de la tenue luz del consultorio, las cicatrices de un acné mal tratado le parecían un conjunto que no aceptaría un accesorio extra.
Nunca había estado del otro lado del confesionario, una vez instalada la cámara de aislamiento no había tenido necesidad de probar nada, había seguido las instrucciones del fabricante y sólo una vez la máquina había requerido servicio, aun así algo podía fallar.
Repitió el programa de tonos ascendentes y descendentes, entró a la cabina y la cerro lo mejor que pudo; la puerta no estaba diseñada para usar el mouse desde adentro y el cable se interponía entre el marco y el filo de la misma (funcionó pero el mouse nunca volvió a ser lo mismo).
Los tonos e intensidades aumentaron y descendieron según lo programado, aunque tuvo problemas para analizar la situación desde una perspectiva diferente y su instinto competitivo lo inclinaba a tomar ventaja de conocer el momento en el que los sonidos se reproducían, pudo finalmente determinar de forma objetiva que los audífonos y el botón de retroalimentación funcionaban y que su oído se había deteriorado naturalmente en siete años. Se apenó al compararse con los cirujanos plásticos que justificaban la intervención quirúrgica en sus rostros por razones profesionales.
La impresión se repitió, no hubo más reflexiones.
Al retorno del doctor al consultorio, Ventura ya lo esperaba con el rostro plagado de ansiedad seguramente cansado de la espera y la soledad que solo interrumpía la música que provenía de la sala de espera.
Hizo las preguntas de rigor incrementando el volumen inadvertidamente.
“¿Tocas algún instrumento musical? ¿Eres disc jockey o usas los audífonos continuamente? ¿Trabajas en la línea de producción de alguna fabrica?”
La triple negativa sólo le agrió el momento.
“La buena noticia es que hoy en día los nuevos dispositivos son muy eficientes y la tecnología avanza a pasos agigantados, es probable que sigan disminuyendo en precio y tamaño. Eso sí, no son tan económicos como quisiéramos todos, lo cual podría ser un problema para tu caso”.
La repentina expresión serena del paciente le hizo reconsiderar en los ridículos que podían ser sus miramientos.
“Este hombre es un peleador que no está lleno de vanidad como el resto de nosotros”, se convenció.
Mientras le extendía la copia de las nuevas audiometría que acababa de imprimir se sentía aliviado y hasta conforme con su trabajo, el caso exigía un trato especial al paciente y él lo había hecho sin ningún incentivo extra.
Por eso se extrañó ante el movimiento extraño de Roberto. Al principio el traslado de cabeza en una dirección le pareció una negativa enfática en proceso, hasta que la oreja derecha se presentó directamente al médico y mostró toda su desnudez.
“¿Son ambos oídos o qué significa esto?”, alcanzo a preguntarle.
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